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martes, 6 de septiembre de 2011

Con el pie derecho

El día que mi abuela decidió que iba a morirse, comenzó a hacerlo por los pies.
Concretamente por el dedo gordo del pie derecho, porque siempre decía que a los sitios nuevos hay que entrar llamando a la buena suerte y, después de todo, la muerte no debía ser muy diferente de entrar en una habitación desconocida.

El día que mi abuela me contó que había decidido morirse, pensé que estaba bromeando. Yo había llenado un barreño con agua templada y jabón, como cada sábado, y me había sentado en el suelo frente a ella dispuesta a lavarle los pies. "Es que están muy abajo, hija" solía decirme sonriendo con los ojos mientras se le formaban en ambas mejillas los hoyuelos que prometió dejarme como herencia.
Le ayudé a quitarse las zapatillas y fue entonces cuando el dedo gordo del pie derecho, con su uña pulcramente pintada de rojo brillante, se negó a meterse en el agua.
"Es que él ya ha entrado", me dijo en un susurro. Y yo, apartando mi sorpresa y mi miedo, que habían caído en el barreño y flotaban sobre la espuma, conseguí con un empujoncito adicional meter el rebelde dedo bajo el agua.

Al dedo gordo de su pie derecho no tardaron en unirse los otros dedos, luego el otro pie y después ambas piernas, en un avance sigiloso e implacable que yo observaba aterrorizada cada semana y ante el que nada podía hacer. Porque los secretos hay que guardarlos en bolsillos sin agujeros.Y al fin y al cabo, era ella quien me había enseñado a coser.

Unas semanas después, cuando el teléfono impertinente me sacó de la cama a las 4 de la mañana, y corrí descalza al salón, antes de escuchar la voz de mi abuelo al otro lado del auricular ya sabía que algo no iba bien.

Hay una ley universal no escrita que impide a los teléfonos sonar de madrugada para dar buenas noticias.

Mi abuela me dejó sus recetas de tortilla de calabacín y tarta de manzana, el poco frecuente don de coser bolsillos para guardar secretos, su sonrisa de hoyuelos, con la que me cruzo cada vez que me miro en un espejo, y la costumbre de entrar en cada habitación que piso por primera vez con el pie derecho.
Siempre con el pie derecho.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Mecanismo de emergencia

En caso de emergencia, levante la tapa y accione el pulsador en la dirección de la flecha  para desbloquear las puertas.
El hombre, de pie frente a la puerta del vagón inmóvil, volvió a leer, esforzándose por mantener la calma.
En caso de emergencia... este era un caso de emergencia, sin duda.
El vagón llevaba detenido varios minutos en el interior del túnel. Las luces fluorescentes, alineadas en paralelo a los laterales del techo, zumbaban como un enjambre de insectos amenazados.

No tenía costumbre de usar el metro a esas horas. Normalmente tras aterrizar, abría la portezuela de un taxi dispuesto a dejarse transportar al tranquilizador anonimato de su casa, un piso que hacía mucho se le había quedado grande y que, tras la huida de ella, se había esforzado en decorar con el estilo impersonal de una habitación de hotel.
Miró nuevamente la pantalla del móvil para confirmar que seguía sin cobertura y se maldijo en voz baja.

Había tenido que retrasar su vuelo en el último momento, y para la única compañía en la que encontró plaza su portadocumentos resultaba demasiado voluminoso como equipaje de mano, tal como se dignó a informarle una señorita con los dientes manchados de carmín.
Resignado, se lo entregó a la azafata a cambio de un recibo, que guardó en la americana olvidando, con las prisas, su cartera en el interior del portadocumentos.
Las prisas...puede que también por las prisas, o por descuido, o solo por casualidad, pero a su llegada no había ni rastro del maletín en la cinta de equipajes. 
Dos horas después de recorrer ventanillas y mostradores, todo lo que obtuvo fueron un "Intentelo mañana, señor" y un número de referencia que se metió en el bolsillo junto al teléfono móvil, sus llaves y algunas monedas. Eran más de las doce, así que su enfado y él salieron de la terminal sin cruzar palabra y se adentraron en el metro. Y allí estaban ahora, detenidos entre dos estaciones y sin poder hacer nada.
Le repugnaba aquello: los asientos de plástico, los asideros donde se acumulaba el sudor de otras manos, el aire enrarecido, respirado cien veces, mezclado con los alientos de otras bocas.
Por suerte, estaba casi solo. Casi, aunque no del todo, pero el pobre diablo que dormitaba al fondo del vagón, con la cabeza inclinada hacia atrás y un hilo de baba transparente goteándole desde el labio inferior hasta el pecho, no había dado señales de vida. Posiblemente, la botella de alcohol barato que rodaba entre sus pies y el asiento frente a él tuviera algo que ver. Mejor así.

... levante la tapa y accione el pulsador...
Subió la palanca con nerviosismo, y esta vez tampoco pasó nada. La bajó y repitió la operación otra vez, ahora empujando con más fuerza. Más deprisa. Nada. Otra vez, y otra, y otra más. Cada vez más rápido, cada vez con más violencia. Frenético, notaba el pulso latiéndole en las sienes y el sudor corriendo por su espalda. ¡Nada! Empezó a golpear la puerta con los puños y casi le sorprendió oírse gritar, antes de dejar caer la cabeza sobre la puerta cerrada.
Un reflejo en el cristal, un movimiento. Alertado, volvió la mirada incorporándose de nuevo.
El hombre del fondo del vagón, de pie en el pasillo, avanzaba hacia él dando traspiés. Sujetaba en una mano la botella y se agarraba torpemente a los asideros con la mano libre.
- ¿Qué le pasa, amigo? ¿Nos han dejado encerrados?
- No se acerque
- Hey, tranquilo.
Hablaba y avanzaba despacio, arrastrando los pies y las consonantes como tropezando con ellas. Y aunque les separaban aún unos metros, desprendía cada vez que abría la boca un aliento agrio a alcohol macerado durante muchos días.
El hombre se llevó una mano a la nariz para reprimir una arcada, y repitió.
-Le he dicho que no se acerque
Pero a pesar del tono amenazante, el hombre seguía avanzando hacia él.
Dos pasos y estaría a su altura.

- ¡Pare!
- Déjeme intentar
- ¡Pare le digo!
- Déjeme a m...

No pudo terminar la frase.
... y accione el pulsador en la dirección de la flecha...
Quitarle la botella de la mano no resultó difícil. Llevar la mano hacia arriba, elevando la botella sobre su cabeza fue casi automático. Puro instinto.  
Cerró la mano con fuerza alrededor del cristal y preparó el golpe. 
El hombre le miró con incredulidad y parpadeó una vez, ahora ya con la mirada extrañada. Luego el ojo derecho empezó a cerrarse, empapado por la sangre que le resbalaba desde  la sien. Y cayó al suelo.

Sintió la mano agarrotada, aferrándose al cuello de la botella, y la dejó caer también.
Deslizándose primero por la sangre que comenzaba a encharcarse en el suelo, la botella rodó luego pasillo atrás, como un animal que intenta volver a refugiarse en su esquina.
Él la sigue con la mirada.
Hacia la mitad del pasillo, la botella se detiene, vuelve hacia delante unos centímetros y después rueda de nuevo en dirección opuesta.
El metal gime, anunciando que el tren ha vuelto a ponerse en marcha.

...para desbloquear las puertas.