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martes, 21 de julio de 2020

El Sidecar

Hace unas semanas, durante el estado de alarma, una buena amiga me invitó a participar en un reto. Tenía que escribir un relato breve utilizando como base una frase que ella de enviaba. Solo había dos requisitos: que tuviera como temática base el confinamiento provocado por la crisis del Covid19 y que tuviera menos de 500 palabras.¿El resultado? Es este


        Se despertó, un día más, pensando en él en aquella fría cama de hospital. La imagen le revolvió el estómago y tuvo que obligarse a salir de la tibieza de las sábanas y ponerse en pie. - Vamos, Enri, no seas remolona. Arriba, que ya han pasado las burras de leche. - se dijo a sí misma mientras se incorporaba y ponía rumbo al baño.
Agua fría para despejar la cabeza. Álvarez Gómez en el pelo, bien tensado desde la frente a las sienes. 
Como dios manda. Todo en su sitio. 
Un día más en la trinchera para contener al bicho ese.
Pero cuando se miró en el espejo, fueron los ojos de Celes los que le devolvieron la mirada.  
La idea la atravesó como una descarga. 
-Mañana es dos de abril. -
Y de repente lo supo. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
No había ni un segundo que perder. 
Se ató las playeras con doble nudo. Preparó la bolsa de cuero marrón, la de los fines de semana con un par de mudas limpias, el despertador de viaje y el neceser.
Comprobó que su carné y la documentación estaban en el monedero y lo guardó en el bolso, junto al libro de familia. Se ajustó los guantes y se abrochó el abrigo.
Encontró las llaves donde siempre, colgadas sobre el aparador, junto al marco doble con la foto de la comunión de las nietas. Miró aquel retrato de familia.
Todos sonrientes todos endomingados y coloridos, apiñándose para entrar en el encuadre.
 - Estarán bien.- pensó. 
Luego su vista se detuvo en la otra foto, la única que tenía de sus padres, la del día de su boda.  Desde el otro lado del cristal su madre, jovencísima y vestida de riguroso luto, la sonrió con un mohín de reprobación. 
-¡Ay! Madre, no me mire así. Ya sé que a usted no le hizo nunca gracia eso de conducir, pero ya peino canas y esto... esto es una emergencia.  
El  sidecar seguía aparcado en el garaje. 
El año pasado su hijo Ángel lo había puesto a punto para la concentración de clásicos.
Tras ponerse el casco, apretó el nudo de su pañuelo rojo, poniendo especial cuidado en cubrirse bien la nariz.  
Y arrancó el motor. 
La máquina ronroneó bajo sus manos, saludando a su dueña.
 -Aún te acuerdas de mí, ¿verdad, pequeña? No nos retrasemos más.- pensó mientras la puerta de la cochera se cerraba a su espalda. 
Un último ajuste a la posición del retrovisor antes de poner de nuevo la mano sobre la maneta y acelerar. 
 -No sé cómo, pero lo haremos, Celes. Ya voy. -  
El sidecar desapareció en la incorporación a la M-30. Quizás un poco por encima del límite de velocidad permitido, pero, oigan, una ocasión así bien merece una multa.  
Al fin y cabo, unas bodas de oro no son cualquier cosa. 

viernes, 28 de abril de 2017

Ausencia

Hoy he pasado junto a tu plaza, deprisa y mirando el reloj, como casi siempre. Y me han mirado sus ojos de piedra, al principio como sin reconocerme, como si se hubiera olvidado de mi, hasta que la cicatriz de cemento donde estaba la fuente, ha asentido reconociendo mis pasos.

He pasado junto a tu plaza. Y estaba vacío tu banco. El tercero de la izquierda, el que queda justo a la sombra del único chopo de la plaza. Pero seguían alli los gorriones, esperando que acudas a vaciarte de corruscos los bolsillos. Y ahí arriba, dormidas como vacas rumiando al sol, las nubes que me enseñaste a nombrar.

Hoy he pasado junto a tu plaza, abuelo. Y ella también te echa de menos.

miércoles, 26 de abril de 2017

Linea 0



... ANTES…

Abro los ojos, no estoy muy segura de qué hora es, pero un instante después el despertador responde a mi pregunta. Momento de ponerse en marcha. Una mañana más desafiando al sueño, marcándole el ritmo a la rutina. Una ducha, un café rápido y me lanzo a la calle. La puerta se cierra a mi espalda con el quejido de un animal maltratado.  Creo que hoy llego tarde, el peso de la semana se me ha enredado en las sábanas. Así que he de darme prisa o no llegaré a tiempo. Acelero el paso. No hay tiempo para accionar el botón de pausa.
La boca de metro bosteza, escupiendo pasajeros que llegan y engullendo a los que se van, intentando mantener el equilibrio. Hay un tren parado en el andén. En el segundo en el que mis pies tocan el último peldaño de la escalera mecánica,  la señal que anuncia el cierre de puertas amenaza con dejarme fuera.
Pero no, hoy me niego.
Dos rápidas zancadas y me cuelo dentro, despertando algún que otro gruñido entre los ocupantes del vagón. Me disculpo a media voz, escabulléndome avergonzada hacia el fondo mientras el tren se pone en marcha.
Dejo la mochila en el suelo, entre mis pies, y aseguro la mano derecha en la barra sobre mi cabeza. El metal está tibio, señal inequívoca de que antes otra mano ha estado ocupando el hueco que ahora ocupa la mía.
Un escaneo rápido por el vagón me permite identificar algunas caras conocidas. Sí, sin duda el niño de abrigo rojo dormido sobre su madre y la señora sentada frente a él, enfrascada en la lectura de su e-book,  me resultan familiares. Se me hace extraño verle así de tranquilo, ya que ese pequeño suele amenizarnos el trayecto matutino con todo tipo de canciones y preguntas, comprometidas y surrealistas que su madre trata de responder, u obviar.
Hoy está dormido en el regazo de su madre, un poco más palido que de costumbre. Quizás está enfermo.
Mis sospechas se confirman cuando veo a su madre comprobar la temperatura de su frente con el dorso de la mano. Niega con la cabeza, preocupada y, tras ajustarle la capucha, acomoda la cara del pequeño en el hueco de su cuello.

Avanzamos por el interior del túnel, en las entrañas de este monstruoso insecto que se contorsiona y retuerce sobre si mismo en cada curva. Las luces del tunel curiosean a intervalos a través de las ventanillas. Primero veloces, progresivamente más intermitentes: el tren está frenando, nos aproximamos a la siguiente estación.


(¿Estará?¿Habré llegado a tiempo? Me he acostumbrado a encontrarle así, forzando la coincidencia,  desafiando a Murphy solo para verle unos minutos. La linea que marca el comienzo de un día de suerte. O un dia sin ella)


Una marabunta humana se abalanza al interior del tren en el segundo en que comienzan a abrirse las puertas. Me parece intuir su perfil entre los nuevos ocupantes, pero soy incapaz de decir si es él o solo lo he imaginado. Imagino la cabina de mando tras la pared a mi espalda, desocupada en este viaje de ida. Vacía y silenciosa, tan opuesta al desorden que abarrota el espacio al otro lado de la puerta.
Subo el volumen del mp3 para alejar ese ruido ajeno y sumergirme en otro, voluntario y familiar. (Branded like an animal/  I can still feel them burning my mind...)


El tren se pone de nuevo en movimiento, avanzando hacia el interior del túnel(... I do believe that you made your message clear/ I think I am losing my mind…). Cuando entra en la curva, desplazándose con velocidad, aseguro mi mano en la barra sobre mi cabeza. Puedo sentir el metal vibrar bajo mis pies. De repente, el interior del tren se sacude, deteniéndose bruscamente y haciéndonos perder el equilibrio.
El vagón se queda a oscuras unos segundos que se hacen eternos antes de volver a iluminarse por las luces de emergencia.
Mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse a esta nueva luz. Alguien grita, débilmente, luego el sonido se va ahogando en un borboteo.
Tengo que parpadear un par de veces antes de distinguir de nuevo las formas con nitidez.
Un hombre se incorpora sobresaltado. Leo el terror en su mirada. ¿Qué está pasando? La joven madre se desploma sobre el asiento vacío. Tiene la garganta desgarrada, la sangre fluye desde su cuerpo inerte hasta el asiento, empapando rápidamente la superficie a su alrederedor.
Sentado sobre ella está el niño. Tiene la cabeza inclinada en un gesto antinatural. La capucha le cubre los ojos, pero puedo ver el ángulo imposible en que gira su cabeza.

Aún sigo en el suelo. Tengo que levantarme. Tanteo con las manos el  cuerpo inerte que hay sobre mí, intentando hacerlo rodar. Lo siento pesado sobre mi  y cuando intento empujarlo ofrece  resistencia. Un esfuerzo más y mi mano está libre. Tanteo el suelo debajo de mí. Sangre? No se si es mía. Estoy algo confusa, pero no, creo que no estoy herida.  Hay gente amontonada por el suelo. Algunos se mueven, otros no. Siento un zumbido en las sienes, los ruidos del exterior me llegan amortiguados, como si tuviera la cabeza bajo el agua.


Sobre la puerta a mi espalda, una tenue luz anaranjada marca la señal SALIDA DE EMERGENCIA.
Busco a tientas el pulsador de apertura y lo presiono, pero nada pasa. Necesito salir de aquí.
Me llegan quejidos, ruidos de pasos, carreras​ aceleradas, algunos sollozos, quejidos. Alguien grita. El zumbido no me permite escucharlos con claridad. El pulso me martillea las sienes. ¿Qué está pasando?


El perdedor


A veces hay que saber perder.
El tiempo.
La cabeza.
El miedo.

"The man who lost his head" 
Illustrations by Robert McCloskey, 1942 (The Viking Press)

miércoles, 6 de febrero de 2013

Pedazos

Me he acostumbrado a tenerte a pedazos, a fracciones. Siempre a la espera de encontrarte en algún rincón de la almohada, en una sombra del segundero.
Adictivo, imprescindible, inevitable.
Me he acostumbrado a tenerte en el tiempo robado. Siempre sabiendo que tenerte ahora es perderte luego. Me he acostumbrado a tomarte sin permiso y sin derecho, dosificandote. Un adicto que acaricia el abismo solo por el placer de volver a respirarte. Arrancando pedazos de ti, ladrón incauto que se lo juega todo a doble o nada.
Siempre alerta por si  me cruzo contigo en una sombra del segundero.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Criatura extraña

Eres ceniza y voz,
rumor de escarcha.
Eres de noche y luz,
criatura extraña.

Hay en tu aliento mar,
Norte y batalla.
Eres herida y sal,
silencio y daga.

Déjame caminar sobre tu espalda.
Tras abrasar la piel,
te haces coraza.
Si siempre vuelves, ven
criatura extraña.
Déjame desafiar por ti la nada.

martes, 6 de septiembre de 2011

Con el pie derecho

El día que mi abuela decidió que iba a morirse, comenzó a hacerlo por los pies.
Concretamente por el dedo gordo del pie derecho, porque siempre decía que a los sitios nuevos hay que entrar llamando a la buena suerte y, después de todo, la muerte no debía ser muy diferente de entrar en una habitación desconocida.

El día que mi abuela me contó que había decidido morirse, pensé que estaba bromeando. Yo había llenado un barreño con agua templada y jabón, como cada sábado, y me había sentado en el suelo frente a ella dispuesta a lavarle los pies. "Es que están muy abajo, hija" solía decirme sonriendo con los ojos mientras se le formaban en ambas mejillas los hoyuelos que prometió dejarme como herencia.
Le ayudé a quitarse las zapatillas y fue entonces cuando el dedo gordo del pie derecho, con su uña pulcramente pintada de rojo brillante, se negó a meterse en el agua.
"Es que él ya ha entrado", me dijo en un susurro. Y yo, apartando mi sorpresa y mi miedo, que habían caído en el barreño y flotaban sobre la espuma, conseguí con un empujoncito adicional meter el rebelde dedo bajo el agua.

Al dedo gordo de su pie derecho no tardaron en unirse los otros dedos, luego el otro pie y después ambas piernas, en un avance sigiloso e implacable que yo observaba aterrorizada cada semana y ante el que nada podía hacer. Porque los secretos hay que guardarlos en bolsillos sin agujeros.Y al fin y al cabo, era ella quien me había enseñado a coser.

Unas semanas después, cuando el teléfono impertinente me sacó de la cama a las 4 de la mañana, y corrí descalza al salón, antes de escuchar la voz de mi abuelo al otro lado del auricular ya sabía que algo no iba bien.

Hay una ley universal no escrita que impide a los teléfonos sonar de madrugada para dar buenas noticias.

Mi abuela me dejó sus recetas de tortilla de calabacín y tarta de manzana, el poco frecuente don de coser bolsillos para guardar secretos, su sonrisa de hoyuelos, con la que me cruzo cada vez que me miro en un espejo, y la costumbre de entrar en cada habitación que piso por primera vez con el pie derecho.
Siempre con el pie derecho.